Se equivocaron los californianos al votar en contra de su legalización. El Estado debería tratar las drogas igual que el alcohol y el tabaco: dando libertad al individuo y sancionando el daño a terceros.
Los electores del Estado de California rechazaron el martes 2 de noviembre legalizar el cultivo y el consumo de marihuana por 53% de los votos contra 47%, una decisión a mi juicio equivocada. La legalización hubiera constituido un paso importante en la búsqueda de una solución eficaz del problema de la delincuencia vinculada al narcotráfico que, según se acaba de anunciar oficialmente, ha causado ya en lo que va del año en México la escalofriante suma de 10.035 muertos.
Esta solución pasa por la descrimi-nalización de las drogas, idea que hasta hace relativamente poco tiempo era inaceptable para el grueso de una opinión pública convencida de que la represión policial de productores, vendedores y usuarios de estupefacientes era el único método legítimo para acabar con semejante plaga. La realidad ha ido revelando lo ilusorio de esta idea, a medida que todos los estudios señalaban que, pese a las astronómicas sumas invertidas y la gigantesca movilización de efectivos para combatirla, el mercado de la droga ha seguido creciendo, extendiéndose por el mundo y creando unos carteles mafiosos de inmenso poder económico y militar que, como se está viendo en México desde que el presidente Calderón decidió enfrentarse, con el Ejército como punta de lanza, a los jefes narcos y sus pandillas de mercenarios, pueden combatir de igual a igual, gracias a su poderío, con Estados a los que tienen infiltrados mediante la corrupción y el terror.
Su legalización en todo EE UU haría ingresar al fisco 8.000 millones de dólares anualmente.
No veo por qué el Estado prohíbe que una persona fume marihuana siempre que no dañe a los demás.
Los millones de electores californianos que votaron por la legalización de la marihuana son un indicio auspicioso de que cada vez somos más numerosos quienes pensamos que ha llegado la hora de cambiar de política frente a la droga y reorientar el esfuerzo, de la represión a la prevención, cura e información, a fin de acabar con la criminalidad desaforada que genera la prohibición y los estragos que los carteles del narcotráfico están infligiendo a las instituciones democráticas, sobre todo en los países del Tercer Mundo. Los carteles pueden pagar mejores salarios que el Estado y de este modo neutralizar o poner a su servicio a parlamentarios, policías, ministros, funcionarios, financiar campañas políticas y adquirir medios de comunicación que defiendan sus intereses. De este modo dan trabajo y sustento a innumerables profesionales contratados en las industrias, comercios y empresas legales en las que lavan sus cuantiosas ganancias. Esa dependencia de tanta gente de la industria de la droga crea un estado de ánimo tolerante o indiferente frente a lo que ella implica, es decir, la degradación y desplome de la legalidad. Ése es un camino que conduce, tarde o temprano, al suicidio de la democracia.
Pero el efecto más positivo e inmediato será la eliminación de la criminalidad que prospera exclusivamente gracias a la prohibición. Como ocurrió con las pandillas de gánsteres que se volvieron todopoderosas y llenaron de sangre y de muertos a Chicago, Nueva York y otras ciudades norteamericanas en los años de la prohibición del alcohol, un mercado legal acabará con los grandes carteles, privándolos de su cuantioso negocio y arruinándolos. Como el problema de la droga es fundamentalmente económico, económica tiene también que ser su solución.
La legalización traerá a los Estados unos enormes recursos, en forma de tributos, que si se emplean en la educación de los jóvenes y la información del público en general sobre los efectos dañinos para la salud que tiene el consumo de estupefacientes puede tener un resultado infinitamente más beneficioso y de más largo alcance que una política represiva, la que, aparte de causar violencias vertiginosas y llenar de inseguridad la vida cotidiana, no ha hecho retroceder un ápice la drogadicción en ninguna sociedad. En un artículo publicado en The New York Times el 28 de octubre, el columnista Nicholas D. Kristof cita una investigación presidida por el profesor de Harvard Jeffrey A. Miron en la que se calcula que sólo la legalización de la marihuana en todo Estados Unidos haría ingresar anualmente unos 8.000 millones de dólares en impuestos a las arcas del Estado, a la vez que le ahorraría a éste una suma equivalente invertida en la represión. Esa gigantesca inyección de recursos volcada en la educación, principalmente en los colegios de barrios pobres y marginales de donde sale la inmensa mayoría de drogadictos, reduciría en pocos años de manera drástica el tráfico de drogas en ese sector social que es el responsable del mayor número de hechos de sangre, de la delincuencia juvenil y el desquiciamiento familiar.
A estos argumentos pragmáticos a favor de la descriminalización de las drogas sus adversarios suelen responder con un argumento moral. ¿Debemos, pues, rendirnos, alegan, al delito en todos los casos en que la policía se muestre incapaz de atajar al delincuente, y legitimarlo? ¿Esa debería ser la respuesta, por ejemplo, ante la pedofilia, la brutalidad doméstica, la violencia de género, fenómenos que, en vez de disminuir, aumentan por doquier? ¿Bajar los brazos y rendirnos, autorizándolas, ya que no ha sido posible eliminarlas?
No se debe confundir el agua y el aceite. Un Estado de derecho no puede legitimar los crímenes ni los delitos sin negarse a sí mismo y convertirse en un Estado bárbaro. Y un Estado tiene la obligación de informar a sus ciudadanos sobre los riesgos que corren fumando, bebiendo alcohol o drogándose, por supuesto. Y de sancionar y penalizar con severidad a quien, por fumar, emborracharse o drogarse causa daños a los demás. Pero no parece muy lógico ni coherente que si ésta es la política que siguen todos los gobiernos en lo que concierne al tabaco y al alcohol, no la sigan también en el caso de las drogas, incluidas las drogas blandas, como la marihuana y el hachís, pese a estar más que probado que el efecto pernicioso de estas últimas para la salud no es mayor, y acaso sea menor, que el que producen en el organismo los excesos de tabaco y de alcohol.
No tengo la menor simpatía por las drogas, blandas o duras, y la persona del drogado, como la del borracho, me resulta bastante desagradable, la verdad, además de cargosa y aburrida. Pero también me disgusta profundamente la gente que en mi delante se escarba la nariz con los dedos o usa mondadientes o come frutas con pepitas y hollejos y no se me ocurriría pedir una ley que les prohíba hacerlo y los castigue con la cárcel si lo hacen. Por eso, no veo por qué tendría el Estado que prohibir que una persona adulta y dueña de su razón decida hacerse daño a sí misma, por ejemplo, fumando porros, jalando coca, o embutiéndose pastillas de éxtasis si eso le gusta o alivia su frustración o su desidia. La libertad del individuo no puede significar el derecho de poder hacer solo cosas buenas y saludables, sino, también, cosas que no lo sean, a condición, claro está, de que esas cosas no dañen o perjudiquen a los demás. Esa política, que se aplica al consumo de tabaco y alcohol, debería también regir el consumo de drogas. Es peligrosísimo que el Estado empiece a decidir lo que es bueno y saludable y malo y dañino, porque esas decisiones significan una intromisión en la libertad individual, principio fundamental de una sociedad democrática. Por ese camino se puede llegar insensiblemente a la desaparición de la soberanía individual y a una forma encubierta de dictadura. Y las dictaduras, ya lo sabemos, son infinitamente más mortíferas para los ciudadanos que los peores estupefacientes.
Preguntas y respuestas:
1.¿Qué solución propone el autor para atajar el problema de la droga?
Pues que no tendría que ser prohibida porque cada persona es responsable de sí misma, siempre y cuando no dañe la vida del que está a su alrededor como por ejemplo el tabaco o el alcohol, y si las prohíben que hagan lo mismo que con el tabaco y el alcohol que también se considera una droga.
2¿Cuál es la política que se sigue en todo el mundo en la lucha contra la droga? ¿Con qué resultados?
Pues prohibirla concienciando a todo el mundo de lo que producen. Los resultados no serán nada buenos porque cada vez hay más gente que lo consume y más gente que muere tanto por consumirlas que cómo por el narcotráfico.
3.¿Qué haría falta, según el autor, en un primer momento, para poder legalizar las drogas?
Que se den cuenta que prohibiendola aumentan la criminalidad y que lo primero que deben hacer es intensas campañas informativas sobre los riesgos y prejuicios que implican su consumo.
4¿Qué se conseguiría con esta nueva estrategia?
Concienciar a las personas de que las drogas no son buenas, bajara notablemente el consumo.
5¿Qué gente depende de la industria de la droga y cuál es el resultado de esta dependencia?
Empresas, personas que quieren dinero fácil, personas enganchadas, acaban en la cárcel o muertos, muy pocos de los que dependen de esa industria salen de hay.
6.¿Cuánto se calcula que ahorrarían en USA al legalizar las drogas?
La legalización de la marihuana en Estados Unidos haría ingresar anualmente 8000 millones de dólares impuestos a las arcas del Estado, a la vez que le ahorraría a este una suma equivalente invertida en la represión.
7.¿Qué opinan expolicías, jueces y fiscales sobre la prohibición de la marihuana?
Afirman que la prohibición de la marihuana es la principal responsable de la multiplicación de pandillas violentas y carteles que controlan la distribución y venta de la droga en el mercado negro obteniendo con ello un "inmenso provecho".
8.¿Es coherente la política que siguen los gobiernos con el tabaco, el alcohol y drogas?
No es coherente ya que deberían seguir la misma política que tienen para el tabaco y el alcohol en las drogas, incluidas las blandas (marihuana y hachís) que incluso pueden ser menos dañinas que el exceso de tabaco y alcohol.
9.¿Cuál es el argumento moral que utilizan los detractores de la legalización de las drogas?
La explicación que dan es que al no ser posible atajar el problema de la droga, hay que rendirse y autorizarla.
10.¿Qué responde el autor de este argumento moral contra la legalización de las drogas?
Un Estado que se rige por unas normas o leyes, no puede convertir un delito en algo legal o lícito, porque se negaría a sí mismo y se convertiría en un estado cruel, imprudente con sus ciudadanos.
11.¿Qué opina el autor de "borrachos y drogadictos"?
Le resulta bastante desagradable, además de cargosa y aburrida.
12.¿Cómo entiende el autor, la libertad del individuo y de la intromisión del Estado en la misma?
El Estado no debe decidir en las decisiones de cada persona, pero si dar la información necesaria para saber los efectos secundarios de estas drogas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario